viernes, 16 de noviembre de 2012

La soja que los parió



“La soja que los parió”, reza un “poema urgente” en homenaje a Cristian Ferreyra. Hoy hace un año que el militante del MOCASE, de 23 años, fue asesinado cuando defendía su territorio a manos de sicarios de un empresario agrícola.  Ese disparo de escopeta no fue en vano. La muerte del joven despertó el debate que ya es ineludible: qué hacer con el  poderoso cultivo, que cada vez tiene más preponderancia en la economía argentina pero que a la vez puja en los campos desterrando a miles de campesinos autóctonos. Esta discusión es central, define qué tipo de Estado se quiere, cuál debe ser su rol de mediador entre los intereses contrapuestos y, también, qué modelo productivo se desea llevar a cabo.
La sojización del campo argentino fue un proceso lento, que fue desplazando a otras plantaciones tradiciones como el trigo, el maíz o el girasol. En las últimas dos décadas, esta transformación se aceleró y los empresarios agropecuarios se fueron volcando progresivamente hacia la siembra de soja transgénica debido a su alta rentabilidad y a su abultado precio internacional, que hoy se encuentra a 518 dólares por tonelada.
En la actualidad el cultivo cubre 19,8 millones de hectáreas, el 56 por ciento de la tierra cultivada de la Argentina, y está controlado por grandes multinacionales de estrecha relación con los mercados financieros. La importancia de la soja es cada día más visible en estos pagos. El país es el segundo productor mundial de soja, después de los Estados Unidos, y, de ese sector, el Estado percibe casi 75 mil millones de dólares en rentas extraordinarias y 55 mil millones de pesos en retenciones a las exportaciones.
Entonces, ¿cuál es el margen de maniobra de un Gobierno del cual su recaudación fiscal depende casi íntegramente de esta plantación? Hubiera sido muy difícil haber salido de aquella catástrofe del 2001 si no fuera por las regalías que dio el cultivo ayudado por una política de dólar alto.  El Estado tomó las riendas de la economía con una gran ayuda del dinero que hizo ingresar al país la soja. Pero nada es gratis y poco a poco los intereses de muchos de los ciudadanos se contrapusieron a la irreverencia de los empresarios, que quisieron colonizar todos los territorios con este negocio redondo. Fue allí donde se llegó  ante una situación dual, de compleja resolución para el oficialismo. Pero la codicia empujó  la circunstancia a un límite perverso: la expropiación de tierras y los asesinatos de los campesinos.
El avance gradual de la soja ha significado el desmonte de las zonas que habitaban los aldeanos. El impulso de uno ha producido el retroceso del otro y a fuerza de violencia. Según  la Secretaría de Ambiente de la Nación, Santiago del Estero es de las provincias líderes en desmonte: desde 1998 se ha incrementado un 72 por ciento el área de devastación de bosques.
Como bien se sabe los negocios turbios tienen varios causantes. Los empresarios ambiciosos e inescrupulosos, el Estado Nacional que mira hacia un costado, las autoridades provinciales que dejan hacer y el  Poder Judicial que cede ante el lobby. La combinación de factores avasalla los derechos de los dueños de las tierras en un entramado de relaciones, dinero e influencias en el que cada vez hay más manos metidas.
“No es posible la convivencia con el agronegocio, su lógica es de muerte y lucro, es un modelo donde no hay lugar para la vida”, afirmó tajante el militante del Mocase-VC Diego Montón, luego de la muerte de su compañero. Además de Cristian, en los últimos dos años fueron asesinados en la Argentina cinco campesinos e indígenas, entre los que se encuentra Diego Galván, matado a puñaladas el 10 de octubre.
Es hora de que el Gobierno, a pesar de su derrota en 2008 contra las corporaciones del campo, comience la batalla contra las multinacionales sojeras. Las retenciones a las exportaciones son necesarias para el desarrollo del país pero insuficientes como mecanismo de regulación del desbande de las empresas. Es necesario un ente público que incorpore a los pequeños productores, campesinos, trabajadores y consumidores que procure la sustentabilidad del suelo y que incorpore a nuevos actores en el trabajo de la tierra, que descentralice la actividad.
En el mismo sentido, es imperioso avanzar en un programa de reforma de la propiedad de las zonas rurales que evite que los campesinos y pequeños arrendatarios  sean despojados de sus territorios. La ayuda estatal para que mejoren la rentabilidad de sus tierras es imprescindible para que la situación económica no los lleve a ceder sus dominios a las grandes corporaciones, profesionales del saqueo de las riquezas del suelo a gran escala.
Aquí lo que se pone en juego es el respeto por uno de los derechos fundamentales de los pueblos originarios, que es el de la tierra. El Estado debe ser garante de la protección del más débil, por mandato popular y por comprensión de las luchas reivindicatorias de los campesinos.
La ley está del lado de los autóctonos, por lo que sólo se trata de hacer cumplir la norma, aunque el Poder Judicial muchas veces se desentienda. Hay vigentes leyes específicas para  estos casos como el artículo 75 de la Constitución Nacional  o la Ley 26.160 de suspensión de desalojos, sancionada bajo el gobierno kirchnerista. También el Código Civil establece el “derecho veinteñal”, que reconoce a quienes ocuparon y trabajaron un terreno durante dos décadas.
El Estado tiene que tener un rol activo e intervenir de lleno en la defensa de los derechos de los ciudadanos, en honor a los caídos que defendieron sus territorios. Acá no hay tiempo para hacerse el desentendido, ya que cada muerte por un negocio espurio es un paso atrás. Aunque sea difícil, el Gobierno, que ha sabido combatir a las corporaciones, debe interpelar a las multinacionales y ponerlas en regla, aunque eso signifique enfrentarse a uno de los soportes estructurales de la economía. Hoy, a un año del asesinato de Cristian Ferreyra, sería un buen homenaje ir en esta dirección, que es lo que él tanto hubiera querido.



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