Entrevista a el mítico bandoneonista, Leopoldo Federico
El director y compositor de 84 años, que acaba de ganar en los Premios Gardel el mejor álbum de tango con Raras Partituras 6, recuerda su infancia cuando su tío lo inició en el ritmo del dos por cuatro haciéndole escuchar orquestas por la radio. A pesar de que su talento lo llevó a tocar con grandes como Astor Piazzolla y Julio Sosa y a girar por todo el mundo, reconoce que tuvo “suerte”. Hoy, casi retirado de los escenarios por problemas de salud, se repliega en su casa de Ramos Mejía y sólo toca el bandoneón para actos especiales.
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En chinelas, con una camisa abierta por el calor y sus anteojos de siempre, se sienta en un sillón de madera. En las repisas los premios desbordan, y son muchas las fotos con sus amigos del ambiente, aunque no más que las fotos con sus nietos y bisnietos. Él es la historia viva del tango, participe de una elite a la que muy pocos artistas han podido llegar. Es testigo de lo viejo y de la vanguardia, y su trayectoria sintetiza casi todas las corrientes tradicionales y evolucionistas. Pero sobre todo por su virtuosismo al interpretar el bandoneón, desgarrándose los dedos en cada nota, Leopoldo Federico es uno de los músicos emblemáticos que ha dejado el dos por cuatro en Argentina. Y no duda al afirmar: “El tango es mi vida misma”.
En aquella Buenos Aires nostálgica de mediados de los años ´30, en el barrio de Once, Federico comenzaba su primer contacto con quien sería compañero de vida: el bandoneón. Su tío, que vivía en su casa, sin darse cuenta fue quien lo introdujo por primera vez en la música rioplatense cuando ambos se sentaban a escuchar radio El Mundo o Belgrano. “Él me hablaba de orquestas, y yo ni idea de nada, ni se me había cruzado por la cabeza, tenía 10 años”, recuerda Leopoldo. Mientras los días iban pasando, aquellas melodías no podían borrase de la mente del joven e iba cada vez más reconociendo los estilos de cada banda y al mismo tiempo era capaz de identificar la “personalidad que le daban los bandoneones”. No pasó mucho tiempo hasta que comenzara a tomar clases de música con un profesor de barrio, amigo de su padre. “Empecé con el solfeo y después me compraron el bandoneón. Así como me metí en el juego de las orquestas me empecé a entusiasmar con el instrumento”, rememora. Su tío fue de vital importancia para sus inicios: “No sé si estudié bandoneón porque me atrapó o para darle el gusto a él”, confiesa entre risas mientras toma un sorbo de agua.
Leopoldo recuerda aquellos tiempos con nostalgia cuando con tan sólo 17 años –y le decían “gordo” o “pibe”-, comenzó su carrera profesional, favorecido por una época donde toda la sociedad respiraba tango. En la calle Corrientes, desde Callao hasta el Bajo, las confiterías se llenaban de gente en busca de milongas. “Era difícil pensar que en un fin de semana no habría algún baile en algún lugar de Buenos aires”, cuenta con alegría. De sus comienzos tocando en cabarets –a los cuales podía entrar porque era robusto, ya que no se permitían menores- pasó en su vertiginosa carrera a tocar con maestros como Alfredo Gobbi, Victor D’Amario y Osmar Maderna. También integro después las orquestas de Mariano Mores, Hector Stamponi, Carlos Di Sarli, Lucio Demare, Horacio Salgan y Atilio Stampone. “Me fui haciendo de a poco, cambie muy seguido de orquesta y de todas aprendí algo”, recuerda y humilde afirma: “Tuve suerte”.
Con menos de 30 años, en 1955, Leopoldo es convocado por Astor Piazzolla para reemplazar a Roberto Pansera en uno de los conjuntos más revolucionarios de la historia del tango: el Octeto Buenos Aires. Uno de sus sueños se había hecho realidad, ya que para él el mejor bandoneonista era Piazzolla. “El sumo intérprete” como lo define. Luego, ya con su propia orquesta acompañaría a Julio Sosa, hasta su muerte en 1964, y alcanzaría la fama y el reconocimiento a gran escala. “Después de Julio sosa ya tomé un vuelo grande”, reconoce. Fue en aquella época dorada del tango cuando con su orquesta viajó a todas partes del mundo.
Cuando Federico se pone nostálgico mira al techo. Se nota que extraña ese pasado lejano en el tiempo, pero que mantiene muy cercano en su memoria. No teme en aseverar que “lo de antes fue mejor” y se pone a pensar. Tantos recuerdos llegan a su mente que tarda en poder describir con palabras lo que significó en su vida aquellas décadas del 40 hasta el 70 donde Buenos Aires vivía y sentía el tango, alejada de toda moda extranjera. Recuerda con alegría aquellos tiempos donde el único sonido que se escuchaba en las noches porteñas era el de los fuelles abriéndose en manos de los maestros. “Tengo todo como un recuerdo, como el más lindo, pero eso no va a volver más”, se lamenta y confiesa con voz inocente: “Extraño cuando la gente silbaba los tangos en la calle”.
-¿Qué significa el tango para usted, y en especial el bandoneón?
-El tango es mi vida misma, no encuentro palabras para definirlo. Es amor, es expresión. Las letras son poemas, hablan de una verdad de la época. Y el bandoneón es una extensión del alma, de mi corazón y la verdad es que tengo suerte de vivir de la música y que me guste lo que hago.
Si algo distinguió la carrera de Federico fue su ímpetu a la hora de tocar. “Las notas están escritas, pero hay que interpretarlas con sentimiento”, afirma y reconoce que no sólo alcanza con ejecutar el instrumento ya que “la técnica es muy mecánica, los concertistas son unas máquinas de hacer notas”, sino que a él lo deslumbran los que tocan con emoción. “Hay cosas en el tango que no están escritas y que no se dicen, que se van cambiando en los ensayos, y como la mayoría somos desprolijos no lo corregimos. Ahí está la interpretación“. Aunque Leopoldo se caracterizó como artista por conjugar el virtuosismo y la pasión, si tiene que definir su estilo se niega a hablar de sí mismo y prefiere nombrar a Pedro Laurenz o a Pedro Maffia como dos tangueros referentes que tenían ambas aptitudes.
A sus 84 años se mantiene enérgico -acaba de ganar como mejor álbum orquesta de tango en los premios Gardel- y continúa yendo todos los días a la Asociación Argentina de Intérpretes, la cual preside. A las 10 de la mañana sale de su casa de Ramos Mejía y maneja escuchando tango hacia Capital Federal para atender a los socios, firmar cheques y reunirse con el Consejo General de la entidad. También, de vez en cuando, lo van a visitar sus amigos del ámbito musical. Aunque reconoce que tiene problemas de salud que lo afligen, asegura que se mantendrá activo. “No quiero entregarme, de acá –se señala la cabeza y las manos-, funciono”. Aún así, tampoco se priva de descansar. “La verdad es que estoy un poco cansado. Si veo que esta todo tranquilo, me vengo temprano para mi casa”. Allí recibe esporádicas visitas de sus nietos más chicos y de sus tres bisnietos. Su hijo Daniel va frecuentemente a tomar mates con él, o a mirar los partidos de Racing.
Aunque sea difícil de creer, en la cotidianeidad de Leopoldo el bandoneón queda abandonado, mientras realiza sus obligaciones. “Tengo la muy mala costumbre de no tocar, soy un vago. Cuando estudié fui un enfermo del instrumento, me quedaba horas y horas”. Los problemas físicos son el principal impedimento para hacer lo que quiere, pero cuando se junta con su viejo compañero para tocar en diferentes actos se lo ve vital, el instrumento todavía lo atrapa, lo conmueve y por sobre todas las cosas, le da placer. “A pesar de los dolores agudos cuando estoy en el escenario tocando se me borra todo de la mente, me concentro tanto con lo que hay que tocar que dejo todo de lado, no me importa si después me duele”, cuenta.
-¿Cómo ve el futuro del tango? ¿Puede continuar con algunos cambios?
- Lo de antes fue mejor, como fuente de trabajo. Igualmente hay muchos chicos buenos ahora, yo no creí que los pibes se animaran a hacer orquestas grandes. Igual la mayoría dejan mucho que desear, pero a mí también me pasó. El derecho de piso hay que pagarlo. Pero el problema es que por la mala situación de la industria de la música los artistas de hoy se regalan económicamente. Si las cosas de entonces, cuando yo tocaba, hubieran estado tan complicadas como ahora yo no habría podido vivir del bandoneón. En cuanto a otras vertientes como el tango electrónico para mí eso es una basura, no me dice nada, no hay melodía. No es un ritmo de tango.
Federico es sinónimo de tango, de sus mejores y más logrados intérpretes, considerado desde hace tiempo como uno de los grandes maestros de la historia. No sólo mantiene viva la llama del baile de cortes y quebradas sino que la conserva en alto, él es la fuente para que el género no entre decadencia, dejando, aún hoy a sus 84 años, muestras de su talento inagotable en cada escenario al que se suba. Tocó con músicos de la talla de Salgán, Piazzolla y Pugliese, y ha dejado más de 50 composiciones, donde se encuentran obras tales como “Bandola zurdo, “Capricho otoñal” ,“Pájaro cantor”, “Milonguero de Hoy”, “Almada de Tango”, “Siempre Buenos Aires”, entre otras. Ha hecho giras por todo el mundo, desde Francia y Finlandia, hasta Chile y Colombia. Pero más allá de todos sus logros y méritos, en el living de su casa se muestra tal como es: un abuelo que, con sus chinelas y ropa cómoda, disfruta de su tiempo en familia.