martes, 6 de diciembre de 2011

“El tango es mi vida misma”

Entrevista a el mítico bandoneonista, Leopoldo Federico

El director y compositor de 84 años, que acaba de ganar en los Premios Gardel el mejor álbum de tango con Raras Partituras 6,  recuerda su infancia cuando su tío lo inició en el ritmo del dos por cuatro haciéndole escuchar orquestas por la radio.  A pesar de que su talento lo llevó  a tocar con grandes como Astor Piazzolla  y Julio Sosa y a girar por todo el mundo,  reconoce que tuvo “suerte”.  Hoy, casi retirado de los escenarios por problemas de salud, se repliega en su casa de Ramos Mejía y  sólo toca  el bandoneón para actos especiales.
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En chinelas, con una camisa abierta por el calor y sus anteojos de siempre, se sienta en un sillón de madera. En las repisas los premios desbordan, y son muchas las fotos con sus amigos del ambiente, aunque no más que las fotos con sus nietos y bisnietos. Él es la historia viva del tango, participe de una elite a la que muy pocos artistas han podido llegar. Es testigo de lo viejo y de la vanguardia,  y su trayectoria sintetiza casi todas las corrientes tradicionales y evolucionistas.  Pero sobre todo por su virtuosismo al  interpretar el bandoneón, desgarrándose los dedos en cada nota,  Leopoldo Federico es uno de los músicos emblemáticos que ha dejado el dos por cuatro en Argentina.  Y no duda al afirmar: “El tango es mi vida misma”.

En aquella Buenos Aires nostálgica de  mediados de los años ´30, en el barrio de Once, Federico comenzaba su primer contacto con quien sería compañero de vida: el bandoneón. Su tío, que vivía en su casa,  sin darse cuenta fue quien lo introdujo por primera vez en la música rioplatense cuando ambos se sentaban a escuchar radio El Mundo o Belgrano. “Él me hablaba de orquestas, y  yo ni idea de nada, ni se me había cruzado por la cabeza, tenía 10 años”, recuerda Leopoldo. Mientras los días iban pasando, aquellas melodías no podían borrase de la mente del joven e iba cada vez más reconociendo los estilos de cada banda  y al mismo tiempo era capaz de identificar  la “personalidad que le daban los bandoneones”. No pasó mucho tiempo hasta que comenzara a tomar clases de música con un profesor de barrio, amigo de su padre. “Empecé con el solfeo y después me compraron el bandoneón. Así como me metí en el juego de las orquestas me empecé a entusiasmar con el instrumento”, rememora. Su tío fue de vital importancia para sus inicios: “No sé si estudié bandoneón porque me atrapó o para darle el gusto a él”, confiesa entre risas mientras toma un sorbo de agua.

Leopoldo recuerda aquellos tiempos con nostalgia cuando con tan sólo 17 años –y  le decían “gordo” o “pibe”-, comenzó su carrera profesional,  favorecido por una época donde toda la sociedad respiraba tango.  En la calle Corrientes, desde Callao hasta el Bajo,  las confiterías se llenaban de gente en busca de milongas. “Era difícil pensar que en un fin de semana no habría algún baile en algún lugar de Buenos aires”, cuenta con alegría. De sus comienzos tocando en cabarets –a los cuales podía entrar porque era robusto, ya que no se permitían menores- pasó en su vertiginosa carrera a tocar con maestros como Alfredo Gobbi, Victor D’Amario y Osmar Maderna. También integro después las orquestas de Mariano Mores, Hector Stamponi, Carlos Di Sarli, Lucio Demare,  Horacio Salgan y Atilio Stampone. “Me fui haciendo de a poco, cambie muy seguido de orquesta y de todas aprendí algo”, recuerda y humilde afirma: “Tuve suerte”.

Con menos de 30 años, en 1955,  Leopoldo es convocado por Astor Piazzolla para reemplazar a Roberto Pansera en uno de los conjuntos más revolucionarios de la historia del tango: el Octeto Buenos Aires.  Uno de sus sueños se había hecho realidad, ya que para él  el mejor bandoneonista era Piazzolla. “El sumo intérprete”  como lo define. Luego, ya con su propia orquesta acompañaría a Julio Sosa, hasta su muerte en 1964, y alcanzaría la fama y el reconocimiento a gran escala. “Después de Julio sosa ya tomé un vuelo grande”, reconoce. Fue en aquella época dorada del tango cuando con su orquesta viajó a todas partes del mundo.

Cuando Federico se pone nostálgico mira al techo. Se nota que extraña ese pasado lejano en el tiempo, pero que mantiene muy cercano en su memoria. No teme en aseverar que “lo de antes fue mejor” y se pone a pensar. Tantos recuerdos llegan a su mente que tarda en poder describir con palabras lo que significó en su vida aquellas décadas del 40 hasta el 70 donde Buenos Aires vivía y sentía el tango,  alejada de toda moda extranjera. Recuerda con alegría aquellos tiempos donde el único sonido que se escuchaba en las noches porteñas era el de los fuelles abriéndose en manos de los maestros. “Tengo todo como un recuerdo, como el más lindo,  pero eso no va a volver más”, se lamenta y confiesa con voz inocente: “Extraño cuando la gente silbaba los tangos en la calle”.

-¿Qué significa el tango para usted, y en especial el bandoneón?
-El tango es mi vida misma, no encuentro palabras para definirlo. Es amor, es expresión. Las letras son poemas, hablan de una verdad de la época.  Y el bandoneón es una extensión del alma, de mi corazón y la verdad es que tengo suerte de vivir de la música y que me guste lo que hago.

Si algo distinguió la carrera de Federico fue su ímpetu a la hora de tocar. “Las notas están escritas, pero hay que interpretarlas con sentimiento”, afirma y reconoce que no sólo alcanza con ejecutar el instrumento ya que “la técnica es muy mecánica, los concertistas son unas máquinas de hacer notas”,  sino que a él lo deslumbran los que tocan con emoción. “Hay cosas en el tango que no están escritas y que no se dicen,  que se van cambiando en los ensayos, y como la mayoría somos desprolijos no lo corregimos. Ahí está la interpretación“. Aunque Leopoldo se caracterizó como artista por conjugar el virtuosismo y la pasión,  si tiene que definir su estilo se niega a hablar de sí mismo y prefiere nombrar a Pedro Laurenz o a Pedro Maffia como dos tangueros referentes que tenían ambas aptitudes.

A sus 84 años se mantiene enérgico -acaba de ganar como mejor álbum orquesta de tango en los premios Gardel- y continúa yendo todos los días a la Asociación Argentina de Intérpretes, la cual preside. A las 10 de la mañana sale de su casa de Ramos Mejía y maneja escuchando tango hacia Capital Federal para atender a los socios, firmar cheques y reunirse con el Consejo General de la entidad. También, de vez en cuando,  lo van a visitar sus amigos del ámbito musical. Aunque reconoce que tiene problemas de salud que lo afligen, asegura que se mantendrá activo. “No quiero entregarme, de acá –se señala la cabeza y las manos-, funciono”. Aún así, tampoco se priva de descansar. “La verdad es que estoy un poco cansado. Si veo que esta todo tranquilo, me vengo temprano para mi casa”. Allí recibe esporádicas visitas de sus nietos más chicos y de sus tres bisnietos. Su hijo Daniel va frecuentemente  a tomar mates con él,  o a mirar los partidos de Racing.

Aunque sea difícil de creer, en la cotidianeidad de Leopoldo el bandoneón queda abandonado, mientras realiza sus obligaciones. “Tengo la muy mala costumbre de no tocar, soy un vago. Cuando estudié fui un enfermo del instrumento, me quedaba horas y horas”. Los problemas físicos son el principal impedimento para hacer lo que quiere, pero cuando se junta con su viejo compañero para tocar en diferentes actos se lo ve vital, el instrumento todavía lo atrapa, lo conmueve y por sobre todas las cosas, le da placer. “A pesar de los dolores agudos cuando estoy en el escenario tocando se me borra todo de la mente, me concentro tanto con lo que hay que tocar que dejo todo de lado, no me importa si después me duele”, cuenta.

-¿Cómo ve el futuro del tango? ¿Puede continuar con algunos cambios?
- Lo de antes fue mejor, como fuente de trabajo. Igualmente  hay muchos chicos buenos ahora, yo no creí que los pibes se animaran a hacer orquestas grandes. Igual la mayoría dejan mucho que desear, pero a mí también me pasó. El derecho de piso hay que pagarlo. Pero el problema es que por la  mala situación de la industria de la música los artistas de hoy se regalan económicamente. Si las cosas de  entonces, cuando yo tocaba,  hubieran estado tan complicadas como ahora yo no habría podido vivir del bandoneón. En cuanto a otras vertientes como el tango electrónico  para mí eso es una basura, no me dice nada, no hay melodía. No es un ritmo de tango.

Federico es sinónimo  de tango, de sus mejores y más logrados intérpretes, considerado desde hace tiempo como uno de los grandes maestros de la historia. No sólo mantiene viva la llama del baile de cortes y quebradas sino que la conserva en alto, él es la fuente para que el género no entre decadencia, dejando, aún hoy a sus 84 años,  muestras de su  talento inagotable en cada escenario al que se suba. Tocó con músicos de la talla de Salgán, Piazzolla y Pugliese,  y  ha dejado más de 50 composiciones, donde se encuentran obras tales como “Bandola zurdo, “Capricho otoñal” ,“Pájaro cantor”, “Milonguero de Hoy”, “Almada de Tango”, “Siempre Buenos Aires”, entre otras. Ha hecho giras por todo el mundo, desde Francia y Finlandia, hasta Chile y Colombia.  Pero más allá de todos sus logros y méritos, en el living de su casa  se muestra tal como es: un abuelo que, con sus chinelas y ropa cómoda, disfruta de su tiempo en familia. 

sábado, 3 de diciembre de 2011

“La función del arte es educar la intuición”

Entrevista a Daniel Zimmermann, artista plástico.

El pintor, dibujante y escultor humanista asegura que la actividad artística debe ser capaz de mostrar las imágenes que no se ven, lo que no es advertido. Aunque  sus trabajos busquen el sentido abstracto y simbólico devenido de los sueños, fue él quien confeccionó la estatua de  “Mostaza” Merlo en 2001, cuando Racing salió campeón luego de 35 años.
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Daniel Zimmermann es un tipo tranquilo y que además contagia esa calma. Su apariencia, alto y con anteojos de moda en la década  del ´90, hace suponer que su vida está ligada al arte o a alguna actividad intelectual. Antes de comenzar a hablar prepara un café, casi como una necesidad para poder  charlar. Vive en un departamento  en el barrio porteño de La Paternal, bastión del equipo de fútbol Argentinos Juniors y lugar donde haría sus primeros acordes  el guitarrista Norberto “Pappo” Napolitano. Mientras hierve el agua en un jarrito, balbucea algunos comentarios acerca del calor y de alguna noticia del día. Aunque estudió en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano y también en La Quiaca y en Europa, se define como “autodidacta”. Como artista plástico, reconfigura su  paciente personalidad: allí es sagaz, obstinado, esforzado, trabajador.  Modela, pinta y dibuja, y siempre realiza una ardua labor para llegar al producto final. “Yo no le hago asco a nada, esa es la verdad”, bromea.
“Que la inspiración te agarre trabajando es fundamental”
En una interpretación vaga y primaria acerca del arte se tiende a pensar que es una actividad ociosa, más recreativa, que poco tiene que ver con sudar la gota gorda, y que, más bien, es un hecho que depende de la suerte de la inspiración del artista. Zimmermann se opone, en su modo pacífico, a esta concepción. “Que la inspiración te agarre trabajando es fundamental”, asegura, pero a la vez reconoce que primero “hay que tener una base, tener oficio” para que pueda ser aprovechada. Y bromea: “La manzana le cayó a Newton y no al que estaba al lado; la inspiración debe caer en un ´campo fértil´”.
Las catorce mudanzas antes de los cinco años de edad por el trabajo de su padre – que se encontraba en el Ejército- dejaron una huella de desarraigo en él. “No soy de ninguna parte”, confiesa. Nació de casualidad en San Luis,  pero ha vivido desde Tucumán hasta Esquel. Luego, en su juventud, cuando pudo decidir asentarse, optó por seguir viajando, ya como parte de su incursión en el Humanismo. Con el movimiento viajó por todas partes del mundo,  desde Europa hasta Bolivia, y todos esos recónditos lugares fueron influyendo en su trabajo, aunque  a la vez también le imposibilitaban su desarrollo pleno como artista, ya que no podía llevar consigo las esculturas en su vida nómada.
Cuando tiene que hablar de los motivos de sus realizaciones es tajante: “Mi obra parte desde mi hígado, desde mis vísceras pero también parten desde mis sueños”. En su manera de concebir el arte, los sueños juegan un rol fundamental como formadoras de concepciones ambiguas ante el ojo del espectador.  La ambigüedad es ese toque maestro de su obra. Zimmermann interpela, dice pero no dice, quiere trasmitir un mensaje. “No quiero ser literario, siempre quiero aludir, para favorecer la interpretación. Que haya un trasfondo más profundo, no tan periférico”.
“Mi obra parte desde mi hígado, desde mis vísceras pero también parte desde mis sueños”.
Aunque no piensa su obra hacia un destinatario tangible, a la vez reclama que el círculo se complete con la  interpretación de quien aprecie su trabajo. “Como premisa, yo no hago cosas que a mí no me conmuevan. También busco que al otro le conmueva algo, pero no sé ni quién es. No puedo pensar lo que pueda ver el otro porque no lo sé. Pero a la vez,  a mí me alimenta que después otro me diga cosas sobre mi obra”.
Si tiene que definir el arte se pone pensativo. Toma un sorbo largo de su café negro y mira sus cuadros. Cuando ya el silencio se torna incómodo escupe: “La función del arte es educar la intuición”. Reconoce que nunca se lo había planteado, que su trabajo se basa más en la experiencia y no tanto en la reflexión acerca de ella. En ese sentido,  plantea que “lo importante es la cosa expresiva, lo comunicante, sino no estás hablando de arte”. Y la abstracción continúa. Se ha despertado en él una serie de interrogantes que buscan su resolución. “Muchas de las cosas que nosotros hacemos dependen de las imágenes, de acuerdo a las imágenes que vamos teniendo y cómo las emplazamos internamente  determinan las respuestas que vamos dando al mundo”.  Para él debe ser el arte ese modo de operar que enseñe a mirar las cosas que no se ven, que no se tienen en cuenta,  y que cree sujetos “receptivos de lo no advertido”, lo que él llama la “ilusión negativa”.
A la vez que crecía en él el mundo artístico lo hacía también el mundo filosófico y político. Zimmermann fue uno de los primeros humanistas siloístas a fines de los años ´60. Silo, fundador del movimiento humanista,  quien además fue su amigo y su guía espiritual,  influenció mucho en su obra, pero sobre todo en su manera de ver el mundo. “Silo me modificó en un proyecto vital, en donde yo quería centrar mi vida, que no es poco. Centrar mi vida en un proyecto, en un sentido, en eso me cambió”, recuerda y se pone nostálgico. En la visión humanística se pone como centro al humano y ese fue su eje rector a la hora de realizar una obra. Aunque no fuera adrede, siempre en sus pinturas, esculturas o dibujos quedan vestigios de ese gran peso del Humanismo en su cosmovisión. “Lo que hace el movimiento humanista  es una apelación a la trascendencia, a lo inmanente. En mis obras quiero aludir a ese tipo de cosas”, asegura y remata: “Fue Silo quien me enseño a tener la libertad de no jugar con lo inmediato”.
Ser humanista le vale también ser muy crítico de formas actuales del arte y, al mismo tiempo, bregar, dentro de sus posibilidades, por la paz y la no violencia en sus trabajos. “Traducir imágenes  de no-violencia es más difícil que trasmitir imágenes de violencia, que tenemos un repertorio infinito. Tenemos todo un sistema trabajando para darte esas representaciones,  bombardeándote desde chiquito, además haciendo apología. Es brutal”. “La violencia es deshumanizante”, se queja.
Aunque se caracteriza por ser un artista plástico que trabaja con lo simbólico, con lo abstracto, Zimmermann también se ha dado el gusto de tener su cable a tierra. Fue él el responsable de confeccionar la estatua de “Mostaza” Merlo, cuando en 2001 el director técnico sacó campeón a Racing luego de 35 años. Aunque de fútbol sabe sólo que la pelota es redonda – tal como confiesa-, decidió embarcarse en esta aventura por el pedido de un amigo de una alumna suya. “Lo hice porque lo puedo hacer, no porque quiera dedicarme a eso”, se excusa, aunque reconoce que fue “una anécdota feliz”.” Me divertí mucho, lo hice con mucho gusto. Porque vi de donde venía eso, de la pasión,  de  ese sentimiento religioso primitivo, de ídolo, de algo profundo”.
Cuando su café se acaba la conversación entra en degradé. Era verdad que el café era su combustible para charlar, aunque habilidades para ello no le falten. También se pone pensativo -mientras mira su taza vacía y juega con la cuchara- cuando se le pregunta acerca de por qué hace arte. Aunque se nota que está revisando en su mente viejos recuerdos y anécdotas, no duda al responder: “Hago  arte porque algo me conmueve y porque tengo la aptitud y porque lo disfruto. Es una necesidad”.