“La soja que los parió”,
reza un “poema urgente” en homenaje a Cristian Ferreyra. Hoy hace un año que el
militante del MOCASE, de 23 años, fue asesinado cuando defendía su territorio a
manos de sicarios de un empresario agrícola.
Ese disparo de escopeta no fue en vano. La muerte del joven despertó el
debate que ya es ineludible: qué hacer con el
poderoso cultivo, que cada vez tiene más preponderancia en la economía
argentina pero que a la vez puja en los campos desterrando a miles de
campesinos autóctonos. Esta discusión es central, define qué tipo de Estado se
quiere, cuál debe ser su rol de mediador entre los intereses contrapuestos y, también,
qué modelo productivo se desea llevar a cabo.
La sojización del campo argentino fue un
proceso lento, que fue desplazando a otras plantaciones tradiciones como el
trigo, el maíz o el girasol. En las últimas dos décadas, esta transformación se
aceleró y los empresarios
agropecuarios se fueron volcando progresivamente hacia la siembra de soja
transgénica debido a su alta rentabilidad y a su abultado precio internacional,
que hoy se encuentra a 518 dólares por tonelada.
En la actualidad el cultivo
cubre
19,8 millones de hectáreas, el 56 por ciento de la tierra cultivada de la
Argentina, y está controlado por grandes multinacionales de estrecha relación
con los mercados financieros. La importancia de la soja es cada día más visible
en estos pagos. El país es el segundo productor mundial de soja, después de los
Estados Unidos, y, de ese sector, el Estado percibe casi 75 mil millones de
dólares en rentas extraordinarias y 55 mil millones de pesos en retenciones a
las exportaciones.
Entonces, ¿cuál es el
margen de maniobra de un Gobierno del cual su recaudación fiscal depende casi
íntegramente de esta plantación? Hubiera sido muy difícil haber salido de
aquella catástrofe del 2001 si no fuera por las regalías que dio el cultivo ayudado
por una política de dólar alto. El
Estado tomó las riendas de la economía con una gran ayuda del dinero que hizo
ingresar al país la soja. Pero nada es gratis y poco a poco los intereses de
muchos de los ciudadanos se contrapusieron a la irreverencia de los empresarios,
que quisieron colonizar todos los territorios con este negocio redondo. Fue
allí donde se llegó ante una situación
dual, de compleja resolución para el oficialismo. Pero la codicia empujó la circunstancia a un límite perverso: la
expropiación de tierras y los asesinatos de los campesinos.
El avance gradual de la soja ha
significado el desmonte de las zonas que habitaban los aldeanos. El impulso de
uno ha producido el retroceso del otro y a fuerza de violencia. Según la Secretaría de Ambiente de la Nación,
Santiago del Estero es de las provincias líderes en desmonte: desde 1998 se ha
incrementado un 72 por ciento el área de devastación de bosques.
Como bien se sabe los
negocios turbios tienen varios causantes. Los empresarios ambiciosos e
inescrupulosos, el Estado Nacional que mira hacia un costado, las autoridades
provinciales que dejan hacer y el Poder
Judicial que cede ante el lobby. La combinación de factores avasalla los
derechos de los dueños de las tierras en un entramado de relaciones, dinero e
influencias en el que cada vez hay más manos metidas.
“No es posible la
convivencia con el agronegocio, su lógica es de muerte y lucro, es un modelo
donde no hay lugar para la vida”, afirmó tajante el militante del Mocase-VC Diego
Montón, luego de la muerte de su compañero. Además de Cristian, en los últimos
dos años fueron asesinados en la Argentina cinco campesinos e indígenas, entre
los que se encuentra Diego Galván, matado a puñaladas el 10 de octubre.
Es hora de que el Gobierno, a pesar de su derrota en 2008 contra las corporaciones
del campo, comience la batalla contra las multinacionales sojeras. Las
retenciones a las exportaciones son necesarias para el desarrollo del país pero
insuficientes como mecanismo de regulación del desbande de las empresas. Es necesario
un ente público que incorpore a los pequeños productores, campesinos,
trabajadores y consumidores que procure la sustentabilidad del suelo y que
incorpore a nuevos actores en el trabajo de la tierra, que descentralice la
actividad.
En el mismo sentido, es imperioso avanzar en un programa de reforma de
la propiedad de las zonas rurales que evite que los campesinos y pequeños arrendatarios
sean despojados de sus territorios. La
ayuda estatal para que mejoren la rentabilidad de sus tierras es imprescindible
para que la situación económica no los lleve a ceder sus dominios a las grandes
corporaciones, profesionales del saqueo de las riquezas del suelo a gran escala.
Aquí lo que se pone en juego es el respeto por uno de los derechos
fundamentales de los pueblos originarios, que es el de la tierra. El Estado debe ser
garante de la protección del más débil, por mandato popular y por comprensión
de las luchas reivindicatorias de los campesinos.
La ley está del lado de los
autóctonos, por lo que sólo se trata de hacer cumplir la norma, aunque el Poder
Judicial muchas veces se desentienda. Hay
vigentes leyes específicas para estos
casos como el artículo 75 de la Constitución Nacional o la Ley 26.160 de suspensión de desalojos,
sancionada bajo el gobierno kirchnerista. También el Código Civil establece el
“derecho veinteñal”, que reconoce a quienes ocuparon y trabajaron un terreno
durante dos décadas.
El Estado tiene que tener un rol activo e intervenir de lleno en
la defensa de los derechos de los ciudadanos, en honor a los caídos que
defendieron sus territorios. Acá no hay tiempo para hacerse el desentendido, ya
que cada muerte por un negocio espurio es un paso atrás. Aunque sea difícil, el
Gobierno, que ha sabido combatir a las corporaciones, debe interpelar a las
multinacionales y ponerlas en regla, aunque eso signifique enfrentarse a uno de
los soportes estructurales de la economía. Hoy, a un año del asesinato de
Cristian Ferreyra, sería un buen homenaje ir en esta dirección, que es lo que
él tanto hubiera querido.